#smrgSAHAF Refranes de los Judíos Sefardíes y Otras Locuciones Típicas de los Judíos Sefarcíes de Salónica y Otros Sitios de Oriente Recopilados : Biblioteca Nueva Sefarad - Band 5 - 1978

¿Qué es el refrán? Un trozo de verdad cotidiana, des-nuda, objetiva y asequible; un trozo de filosofía prag-mática y conveniente; una lección breve, desprendida y horizontal; una porción de psicología real; un retazo de sabiduría menor, de experiencia humana.
Algo cabal porque, en su forma mínima, es tesis, síntesis y antítesis; algo redondo y circulante, como una moneda valiosa pero gratuita; de uso común, que se pasea cada día entre las gentes vestido- según la ocasión de imagen, de paradoja, de metáfora, ironía, prosopopeya, paralelismo, aliteración, similicadencia...
Pero ¿dónde nace el refrán?, ¿quién lo crea?, ¿dónde reside?... El refrán no nace del pueblo, sino que es el pueblo. No es un medio de expresión de éste, ni si-quiera una consecuencia suya, es su propia voz, su iden-tidad, su pensamiento, su naturaleza misma.
El refrán, por lo tanto, no es sapiencia popular, sino el pueblo, el hombre, la vida. Por esto los refranes no envejecen nunca, son siempre nuevos y vigentes, tan válidos hoy como ayer. Por esto, si los hay amargos, radicales, sonrientes, incómodos, vulgares, nostálgicos o gene-rosos, es sencillamente porque los hombres - la vida-tenemos momentos de todo eso. Sí, el refrán es vida. Por esto fustiga, enseña, critica, consuela, estimula, ad-vierte o afea.
Sólo así, desde lo consecuente de esta óptica, se acierta a comprender la amorosa y desmedida devoción que Enrique Saporta y Beja ha mantenido toda su vida por los refranes de su pueblo. Desde niño, en aquella inolvida-ble Salónica donde naciera, Saporta viene recogiéndolos uno a uno, aquí y allá, año tras año, en mil caminos y circunstancias.
Para ello y puesto que el refrán brota espontáneo, sin aviso, como el piropo o el suspiro - necesitó infinitas veces apostarse en las cuatro esquinas de las plazas, in-volucrarse en el trasiego diario de los mercados, sentarse con los viejos del lugar en la fresca blancura de sus pa-tios (entre macetas de clavellinas, romero, geranios o albahaca) para hacerse depositario de algo que el tiempo irremisiblemente se llevará al olvido.
¿Qué es el refrán? Un trozo de verdad cotidiana, des-nuda, objetiva y asequible; un trozo de filosofía prag-mática y conveniente; una lección breve, desprendida y horizontal; una porción de psicología real; un retazo de sabiduría menor, de experiencia humana.
Algo cabal porque, en su forma mínima, es tesis, síntesis y antítesis; algo redondo y circulante, como una moneda valiosa pero gratuita; de uso común, que se pasea cada día entre las gentes vestido- según la ocasión de imagen, de paradoja, de metáfora, ironía, prosopopeya, paralelismo, aliteración, similicadencia...
Pero ¿dónde nace el refrán?, ¿quién lo crea?, ¿dónde reside?... El refrán no nace del pueblo, sino que es el pueblo. No es un medio de expresión de éste, ni si-quiera una consecuencia suya, es su propia voz, su iden-tidad, su pensamiento, su naturaleza misma.
El refrán, por lo tanto, no es sapiencia popular, sino el pueblo, el hombre, la vida. Por esto los refranes no envejecen nunca, son siempre nuevos y vigentes, tan válidos hoy como ayer. Por esto, si los hay amargos, radicales, sonrientes, incómodos, vulgares, nostálgicos o gene-rosos, es sencillamente porque los hombres - la vida-tenemos momentos de todo eso. Sí, el refrán es vida. Por esto fustiga, enseña, critica, consuela, estimula, ad-vierte o afea.
Sólo así, desde lo consecuente de esta óptica, se acierta a comprender la amorosa y desmedida devoción que Enrique Saporta y Beja ha mantenido toda su vida por los refranes de su pueblo. Desde niño, en aquella inolvida-ble Salónica donde naciera, Saporta viene recogiéndolos uno a uno, aquí y allá, año tras año, en mil caminos y circunstancias.
Para ello y puesto que el refrán brota espontáneo, sin aviso, como el piropo o el suspiro - necesitó infinitas veces apostarse en las cuatro esquinas de las plazas, in-volucrarse en el trasiego diario de los mercados, sentarse con los viejos del lugar en la fresca blancura de sus pa-tios (entre macetas de clavellinas, romero, geranios o albahaca) para hacerse depositario de algo que el tiempo irremisiblemente se llevará al olvido.